miércoles

El museo

 

EL MUSEO. Cuento.

El problema del museo no era su vejez, era el abandono en que lo había sumido la desidia de sus últimos directores y la poca colaboración municipal.

Mi trabajo no era agradable, ni para mí, ni para los que me recibían en esa tarde de invierno; fría y con anuncio de lluvia. El cielo era una capa oscura, que por momentos se estremecía con el zigzag de luces que dejaban entrever las nubes anunciando el trueno cercano.

En la Municipalidad el único que me atendió con una sonrisa fue el intendente, de los empleados recibí miradas extrañas que no supe definir.

Y allí estaba yo, con una orden de la gobernación,

para evaluar qué convenía, si restaurar el edificio o tirarlo abajo. Sus obras pictóricas estaban resguardadas en un depósito del municipio y sus empleados luchaban por no perder el trabajo, ya se había producido un grave accidente  y nadie quería que se repitiera.  Al salir de la oficina del intendente, la secretaria me acompañó hasta el ascensor y al despedirse me dijo:

—Usted tiene mi celular, cualquier problema me llama, recuerde que mi nombre es Carla y por favor, no vaya sola al museo.

El elevador cerró sus puertas y quedé  sorprendida y sin  entender el sentido de sus últimas palabras.

Salí a la calle y todavía me duraba el estremecimiento. ¿Qué me había querido decir? Llegué al museo  bajo una lluvia fina que dificultaba la visión, y un viento que me helaba el cuerpo, a pesar de mi abrigo. Al entrar, un señor  se acercó, me presenté y expliqué el motivo de mi visita.

—Ya me avisaron —dijo sin saludarme y su cara demostraba el fastidio que mi presencia le causaba. ¿Qué le sucedía a la gente de este pueblo?

El hombre tomó una linterna que colgaba de la pared y me dijo con muy poca amabilidad:

—Adelante señora, yo la voy a acompañar, soy el encargado del museo desde hace treinta años. Me llamo Miguel Ramírez, observe bien, ya hubo un derrumbe, fíjese dónde pone los pies…

Miguel caminaba  sin volverse,  pude observar que cojeaba de la pierna derecha. Me fue mostrando los diferentes recintos, con palabras parcas me explicaba que en todos los salones había problemas  por falta de mantenimiento. En una de las salas encontré el derrumbe  de una  pared interna, habían apuntalado el techo  con maderas; pero se apreciaba lo precario del trabajo, en cualquier momento volvería a repetirse un nuevo accidente. Tomé fotos desde todos los ángulos, el estado actual era muy peligroso.

—¿Cuánto hace de esta situación? 

—Años —dijo con voz áspera— .Pregúntele a los intendentes, por qué sucedió esto… Agregó sin volverse a mirarme.

En los siguientes salones encontré que la lluvia entraba por los vidrios rotos y por el desnivel del suelo que era más bajo que el patio. Todo era una calamidad. Miguel no respondía a mis preguntas, sólo se movía de un lado a otro mirándome con ojos torvos.

—Miguel, yo no tengo la culpa de lo que  sucede en el museo, el lugar está mal desde su inicio y peor  mantenido, es un peligro para usted y para los visitantes, vamos a tener que tirarlo abajo.

De pronto, se volvió y me preguntó:

—¿Por qué cree que estoy rengo?

No respondí.

—Por culpa de esa pared que se vino abajo y me cayó encima, me pasé seis meses en el hospital. Acá trabajaba mucha gente, hasta ahora están cobrando su sueldo; pero  si cierran el museo… ¿qué van a hacer?

—La municipalidad tiene la obligación de darles ocupación en otras aéreas— le dije.

—Qué clase de arquitecta estúpida es usted que se cree semejante cosa, nadie se hace cargo de nada, acá acomodan sólo a los amigos — y, mientras se alejaba, lo escuché murmurar algo que no entendí.

Estaba indignada, de pronto una madera salida no sé de dónde cayó sobre mi hombro  y otra me golpeó en el tobillo; el dolor fue terrible, no  podía contener las lágrimas. Traté de llegar a la salida buscando el camino menos peligroso  y  soportando a duras penas el malestar de mi pie. Miguel había desaparecido, al salir me detuve en la mesa de entrada y lo llamé:

—Miguel… Miguel…

Ninguna respuesta. Intenté retirarme y hallé la puerta cerrada con llave. La rabia del momento hacía que mi cuerpo temblara, no sé si de frío o indignación. Busqué el celular y llamé a Carla.  Media hora después llegó la secretaria del intendente, abrió y, con gesto burlón, me dijo:

—Le avisé que no viniera sola…

—Todavía no entiendo qué me quiso decir —respondí con fastidio.

—Acá hubo un derrumbe hace años y desde entonces nadie entra, por eso las obras están inconclusas. ¿Qué le pasó? —Preguntó al ver el barro en mi abrigo.

—Una tabla me cayó encima y otra sobre el tobillo.

—La sacó barata, vamos, salgamos de aquí, este lugar me pone nerviosa —exclamó la mujer y, mientras caminábamos rumbo a la municipalidad, me dijo:

—Deben tirar abajo ese museo, está maldito.

Me sorprendió que hablara de esa forma.

—No entiendo qué quiere decir, fue una casualidad que la madera cayera sobre mí, la lluvia debe haber aflojado los apuntalamientos y la caída fue imprevista, si recorrí el museo acompañada por el encargado y nada sucedió. Luego él desapareció y me dejó encerrada.

—¿Qué encargado…?

—Miguel.

Me agarró del brazo  y apuró su andar

—No corra, no puedo caminar a su ritmo —le dije.

Guardó silencio hasta que llegamos a la municipalidad, le comenté que llevaba las fotos para que un equipo de arquitectos evaluara qué se iba a hacer con el edificio.

—Por favor, que lo destruyan, hace dos años hubo un derrumbe, murieron seis personas que trabajaban en el apuntalamiento, uno de ellos fue Miguel, el encargado. Tendrán que buscar otro lugar para construir el nuevo museo.

Creo que mis ojos deben haber sido dos enormes monedas abiertas por el asombro, nuevamente un escalofrío bajó por mi espalda y no encontré palabras para responder. Ella  viendo mi cara me dijo:

—Vamos a mi oficina.

Me preparó un café, que agradecí, lo necesitaba; ella intentaba explicarme algo, daba vueltas. Comprendí que no encontraba las palabras, era tan loco lo que estaba pasando, que ni ella ni yo lo entendíamos...

—Hace años que trabajo en esta municipalidad, he sido  secretaria de los dos últimos intendentes, y desde hace años escuché a los viejos vecinos  hablar sobre los misterios del museo, investigué la historia del lugar; allí existió en el siglo XVIII un camposanto. Al crecer el pueblo no quedaba bien  un cementerio en pleno centro, lo trasladaron al cementerio del Norte. El  predio quedó vacío varios años, luego construyeron  una Iglesia… que se vino abajo, la renovaron y tiempo  después y sin explicación lógica hubo otro derrumbe.

—¿De dónde sacó esos datos? —pregunté.

—Se olvida que trabajo en la municipalidad, en los archivos está toda la vida de este pueblo —prosiguió—.La leyenda popular decía que no se habían sacado todos los cuerpos y que esa tierra estaba  maldita —hizo silencio— en 1940 levantaron el museo y hace unos años  se repitió el caso. ¿Entiende ahora por qué deben echar abajo ese edificio…?

No supe qué responder.

La saludé y me fui con el corazón dolorido por semejante explicación. Salí a la calle estremecida de temores que me obligaban a mirar hacia  todos lados; desconfiaba de cada persona que pasaba a mi lado y me preguntaba: ¿Cómo voy a explicar a los arquitectos  semejante historia de muertos y  derrumbes y con qué cara les digo que un fantasma me acompañó a recorrer el museo.…?

 

 

 

 

 

 

 Cuento reeditado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


martes

El ex.


 

Llegó como cada tarde, sonriente, le pidió algo de tomar y se sentó en el sillón del living.

Cuando ella le entregó el café, la miro a los ojos y con tristeza, casi con lastima, le habló con toda naturalidad, de que el matrimonio de ellos ya era una rutina insoportable, le dijo que ya no la amaba, que otra mujer había despertado en él una gran pasión, que era joven, risueña y hermosa, era una de sus alumnas en la clase de ciencias políticas.

Quedó muda, después de veinte años de vida en común, sus palabras fueron una navaja helada penetrando en su carne, quedo de pie, se sintió flotar en una nube oscura que le quitaba el aire. Él terminó su café, se levantó del sillón y girando en el salón como una calesita, dijo:

-Quiero que dejes la casa  y te mudes al departamento de Congreso, tiene2 ambientes, y para vos  va a estar bien.  

Salió de la nube, respiro hondo y sus ojos  se convirtieron en puñales sobre él, se aferró a la mesa para no caerse, todo giraba a su alrededor.

-Perdón-respondió- esta casa es mía, la compré antes de conocerte y me pertenece, quien debe irse sos vos y te recuerdo que  el departamento de Congreso es propiedad de tu madre, no se te ocurrirá sacarla de allí.

La cara de él, se fue poniendo casi verde, se acercó a ella y suavizando la voz que minutos antes había sonado altanera, le dijo:

-Esta casa está cerca de mi trabajo y yo con mi sueldo de profesor no puedo darme el lujo de alquilar en el centro.

Ella sonrió irónicamente.

- Es tu problema -respondió- Esta es mi casa y de acá no me muevo.

El verde de la cara de él, ya era rojo furia, dio media vuelta y salió dando un portazo.

Quedó de pie aferrada a la mesa,  sus rodillas apenas la sostenían,  No quería llorar, pero era imposible controlarse, luego de un rato, tomó su celular, llamó al banco y tratando de dominar su emoción dijo:

-Hola Gutiérrez, habla la señora Marconi, por favor, desde este minuto, cierre las extensiones de mis tarjetas a nombre de mi esposo, luego le explicaré los motivos, gracias.

Cortó el llamado, una garra pareció cerrarse en su garganta, volvieron a su memoria el día que se conocieron, el romance, los sueños  juntos y los años vividos, se repuso, contuvo el llanto y, exclamo hablando sola:

-Mi querido se acabaron las ayudas monetarias, que tu nuevo amor;  joven y bonita te mantenga de hoy en adelante.

Llamó a su abogado, le explicó la situación tratando de contener el llanto.

Guardó el celular.

Y a partir de allí largó el llanto.




Un pueblo, allá lejos.



 

 

La rutina de ir a la plaza, sentarme a escribir o dibujar se había convertido en una necesidad.

Yo había llegado a ese pueblo en busca de paz y en plena recuperación después de un accidente que me tuvo dos meses en cama y que recién después de cuatro meses me permitió caminar normalmente.

Los médicos dijeron; descanso en un lugar tranquilo.

Una de mis amigas, Clarisa,  me ofreció su casa en un pueblito perdido de la provincia de Buenos Aires.

“Es un pueblo misterioso, pero mayor tranquilidad que allí —me dijo— es imposible”.

El lugar era pintoresco, no tenía más de seis manzanas, una plaza, la Iglesia, la municipalidad y el río cercano. Solía recorrer sus calles, todo me resultaba interesante, en especial una casa que debió ser casi un palacio, extraño en un simple pueblo perdido en la Pampa y que se veía destruida, seguramente un incendio.

 

Me encantaba el lugar, su plaza arbolada, silenciosa y solo alborotada por las tardes, por un grupo de niños, algunos con sus patinetas, otros simplemente  disfrutaban de los juegos.

Algunas veces se acercaba una anciana, comenzamos hablando del tiempo y nos fuimos haciendo amigas, se llamaba Lucia, se sentaba a mi lado y me contaba historias del pueblo, a veces mientras la escuchaba, dibujaba parte del paisaje, era una mujercita encantadora, una abuelita de cuento de Disney, muy prolija en su vestir y con el cabello blanco y muy corto.

Luego al llegar a la casa me sentaba ante mi notbook y escribía parte de las historias que había escuchado.

Los días transcurrían lentos y sin mayores problemas.

Una tarde se acerco una niña, tendría unos diez años, quería ver mis dibujos, le gustaron y me pidió que le hiciera un retrato. “No es mi fuerte, le dije, solo dibujo paisajes”

Insistió y al fin me convenció, se sentó frente a mí y quedó quieta por más de una hora. Lucia observaba el movimiento  de mi mano sin decir palabra.

Atardecía, deseaba volver a mi casa y le dije a la niña que volviera al día siguiente, me faltaban detalles en el retrato.

Extrañamente la niña no volvió, la esperé  durante días, hasta que cansada seguí con mi rutina de dibujar paisajes y escribir.

 

Días después y para mi alegría, mi amiga Clarisa llegó de visita.  Recorríamos juntas el pueblo, en especial el sendero que bordeaba el  río, hasta que llegamos al caserón destruido hacía más de treinta años.

Clarisa relató con pesar el drama que fue para ella y los habitantes ver las llamas consumir la casa, era la más linda  y en ella vivía el único doctor del pueblo, que había fallecido con su hija en el siniestro.

“La hija del doctor tenía mi edad, éramos muy amigas e íbamos juntas a la escuela.” Comentó Clarisa con pesar.

Luego de unos días ella regresó a  la ciudad y retomé mi rutina de ir a la plaza. Lucia y la niña, no regresaron, así que pasaba la tarde sola contemplando el ir y venir de los niños. Pregunté a varios de ellos si sabían donde vivía la señora que se sentaba a mi lado por las tardes, la respuesta de todos era; “no sabemos”

Pasado varias semanas regresé a mi casa en la capital y lentamente retomé mi trabajo en la revista semanal en la que trabajaba, las historias de Lucia me sirvieron para dar impulso a mi imaginación, fui escribiendo nuevos cuentos y logré que interesaran a los lectores.

 

Fue en ese tiempo en que sucedió el motivo de mi relato. Llegó Clarisa de visita, yo me encontraba con mis dibujos esparcidos sobre la mesa, los fue mirando y al ver el retrato de aquella niña que se  me acercó una tarde, tomó la hoja, pareció emocionarse, cambió el color de su cara mientras me decía; “Es Maruja, la hija del doctor Agüero”. Yo no entendía nada, le expliqué que la pequeña había llegado a pedirme el dibujo, es para regalarle a una amiga, me había dicho, pero nunca regreso a buscarlo.

“Maruja falleció en el incendio de su casa” exclamó llorando. Yo no sabía que decir, estaba turbada, no podía entender que había sucedido. “Seguramente es alguien que se le parece”. Dije tratando de consolarla. “El vestido, el vestido de marinerita era el que más le gustaba y es el que dibujaste.”

Clarisa conmovida aún, se fue llevándose el dibujo.

Yo seguía sin entender, al fin, me dije, la niña había dicho que era para regalar a su amiga, se cumplió su deseo.

Pero Lucia… ¡quién habrá sido? También desapareció de la plaza y nadie me supo dar noticias de ella… es más, los niños respondieron cuando les pregunté por la señora que se sentaba a mi lado por las tardes: “Usted siempre estaba dibujando, pero sola…

 

 

 (La realidad de este cuento es que verdaderamente sufrí un accidente y estuve cuatro meses, de octubre a febrero entre la cama y la silla de ruedas, sin poder caminar y en ese interin nació esta historia, no en la plaza de un pueblo sino en mi casa recuperandome. Hoy eso paso, fue un tiempo de meditar y escribir.)

María Rosa.

lunes

¿Qué recordás de tu niñez?


 

 

 

¿Qué recordás de tu niñez?

 

La pregunta flotó en el aire y me dejó pensando. Los ojos de mi nieta  me miraban esperando una respuesta y en su candor fui rememorando momentos  que creía olvidados.

Al volver atrás, llegaron en tropel esos años tan felices, una casa en las afueras de Buenos Aires en un pueblo que era casi campo, calles de tierra, el guardapolvo almidonado, la escuela, aquel primer poema aprendido de memoria con apenas siete años y recitado frente a todos los padres, se celebraba el cumpleaños de la patria, el 25 de mayo, y a partir de ese día fui la figurita repetida que recitaba los poemas en las fiestas escolares.

Los conejos y las mariposas. tardes al sol jugando en un tiempo sin apuro y sin dramas, pocas amigas, Carmencita y  Rosa, no había muchas chicas en el barrio.

Con Carmencita aprendí a jugar al ajedrez, era buena en eso y siempre me ganaba. Íbamos al mismo grado, yo era mala en matemáticas y ella me pasaba las cuentas y el resultado de los problemas  y yo en agradecimiento le escribía las redacciones o las oraciones de sujeto y predicado que a ella le costaba realizar. La amistad con Rosita fue diferente, competíamos por todo, tal vez porque teníamos el mismo nombre y nos enfrentábamos a cuál era la más linda. Ella era rubia y muy bonita y yo no era tan bonita, pero más simpática, eso me creía, cuando la encontré después de veinte años seguía siendo la misma belleza con años, pero fiel a su estilo.

Con Carmencita no había competencia, éramos amigas de verdad, nuestras casas estaban pegadas y cuando alguna estaba en penitencia y no podía salir, conversábamos  a través de la pared medianera.

¿Qué pasó después?

Los estudios, el trabajo, los noviazgos, las mudanzas nos fueron separando, a Carmencita se fue del barrio, la busqué muchas veces y nada supe de ella.

La niñez dejó recuerdos, tiempo de  mermeladas caseras y buñuelos de manzana con pasas de uva. Tiempo de escuchar música de rock  por la radio y bailar y cantar creyendo que el patio era un escenario iluminado por las estrellas. Tiempo de hablar con la luna y llorar sin saber porque.

Tiempo que se llevó el tiempo, pero vive en un rincón de la memoria o tal vez haya un mundo o un país donde los años vividos se renuevan y siguen pedaleando en una bicicleta imaginaria, esa que los reyes magos nunca me pudieron traer.



El accidente.


 

 


 

Abrí los ojos y no reconocí las rusticas maderas de un techo pintado de azul, cerré mis parpados y al abrirlos descubrí con más claridad que desconocía el lugar, desde una ventana abierta observé un cielo celeste sin nubes, estaba en una cama y un lugar ignoto para mí, intenté levantarme y el dolor en mi espalda me hizo gemir. Una anciana llegó rápida a mi lado.

—Tranquila, no se mueva que  ha tenido un accidente y su cuerpo ha sufrido mucho, me llamó Ana.

Ella acarició mi frente y  su mano fue un remanso.

—¿Qué me ha sucedido, un accidente…? —pregunté.

—Fue en la ruta, su coche dio vueltas y logramos sacarla con mi esposo. ¿No se acuerda qué le sucedió?

Quedé pensando, tratando de hacer memoria y fue inútil.

—No. Sé que manejaba por una camino bastante averiado… no sé, ni recuerdo nada más…

—Nuestra casa está cerca de la ruta, escuchamos un estruendo y vimos un coche dado vuelta con las luces encendidas… mi esposo Juan y yo corrimos y la encontramos a usted desmayada, a duras penas la sacamos por la puerta del acompañante, a los pocos minutos, el coche se incendió —me estremecí al escucharla— la trajimos a nuestra casa, la  acostamos y durmió, se quejó durante la noche…

La cara de la mujer me recordaba esas abuelas de los dibujos animados, el pelo blanco atado con un rodete, la cara regordeta y sonrosada y una sonrisa de media luna.

—Tendría que ir a un hospital, puede que le hagan estudios para ver si tiene algún problema…

En ese momento apareció un anciano, alto y corpulento, con  un vozarrón me dijo:

—Hola señora, me alegra verla despierta, esto estaba en su auto.

Dijo mientras me entregaba mi cartera, recordé que en ella guardaba mis documentos y el dinero que había sacado del banco para pasar mis vacaciones.

—Tendría que acercarse a un control médico, el golpe fue tremendo…nosotros no tenemos como llevarla, pero podemos pedir una ambulancia… ¿Quiere?

Los dolores eran cada vez más fuertes, trate de incorporarme y el

malestar se extendió hasta mi pierna, no podía caminar.

—Sí, será mejor que llamen a una ambulancia —les dije.

En media hora ya estaba en una clínica. A pesar del fuerte golpe, solo una fisura en la  costilla izquierda y moretones por todo el cuerpo fue el resultado del accidente. Quedé internada en observación.

 

Una semana después y con muletas decidí ir a la casa de mis salvadores, sin ellos hubiera perecido en el incendio. Recordaba la cara de Ana y aún me emocionaba su paz y  sonrisa.

Un taxi  me acercó a la ruta, todavía los restos  de mi coche estaban a un costado de la banquina. Entramos por la calle de tierra, lentamente nos acercamos.

—¿Está segura que este es el lugar —dijo el chofer—acá no hay nada.

Me incorporé en el asiento para ver mejor y solo vi una tapera, restos de lo que alguna vez fue una casa.

—Acá  hubo casa hace medio siglo—dijo el chofer.

No lo podía creer, ¿lo había soñado? Imposible. Mi coche convertido en hierro retorcido era la prueba que estaba en el lugar justo. El pasto quemado a su alrededor demostraba que no había sido movido. Mi acompañante, tan asombrado como yo miraba  los restos de lo que fue y al fin me dijo:

—Sera mejor que volvamos, no me gusta nada lo que veo...

Mis manos se aferraban a las muletas, me dolían las muñecas, decidí entrar en lo que quedaba de la casa.

—Tenga cuidad señora, es peligroso moverse entre esas ruinas.

Entré igual. El abandono me conmovió, la cama desvencijada en la que había despertado días atrás estaba contra la ventana, roto el respaldo, el colchón era un nido de gatos, pero al elevar la mirada me estremecí al ver las maderas del techo pintadas de azul.

Salí confundida y llorando, el chofer no decía palabra, comprendía  que algo superior a nosotros estaba sucediendo.

—Señora —dijo el taxista— porque no va a la clínica y pregunta por el llamado a la ambulancia ¿quién lo hizo y a qué hora?

Fue muy buena la idea y eso hicimos, comprendí que el chofer estaba tan interesado como yo en dilucidar el misterio.

En la clínica me reconocieron y se ocuparon en averiguar quién había pedido la ambulancia.

Dijeron que fue un hombre el que hizo el llamado, dejo su nombre Juan y el empleado recordó su forma de hablar, era una voz que parecía un rugido, dejó  un número de documento que resultó falso.

El médico y el acompañante que manejaba la ambulancia no aparecieron, nadie supo darme en la clínica, una explicación  de ellos.

El taxista no se separaba de mi lado, escuchaba con el mismo asombro que yo, al fin salimos de la clínica, y me dejo en mi hotel,

Antes de que bajara me dijo:

—Señora no lo piense más, ni analice lo inexplicable, crea que  fue un milagro y esos dos viejos fueron sus ángeles…

 

Volví varias veces a aquella casa abandonada, no logré conseguir pruebas de que había estado allí, solo el techo pintado de azul y la llamada a la ambulancia eran lo único cierto y cuanto más hondo trataba de bucear en lo vivido, más me confundía, al fin me quedé con lo simple, Juan y Ana fueron dos ángeles, mis ángeles..

 

Recuerdos enmarañados.

 

 

 

Entre los recuerdos que dejo mi abuelo guardados en el altillo de su casa, hallé una caja con mapas y  una carta ya amarilla  y sin firma que me impresionó. La transcribo tal cual la encontré, sin agregar ni quitar palabra, toda ella es una novela.

 

“A veces creo que la memoria es un hilo que si lo mantengo tenso deja correr por el mis recuerdos. Otras veces,  ellos se pierden sin hallar su lugar. La historia que viví y quiero relatar se disipa y no sé en qué camino o desde que maraña del pensamiento intenta llegar a mí.

 

Yo era  pescador en un punto perdido del mapa; La isla de Usher.

El faro de la historia que quiero relatar fue construido en un recodo de la isla. Dice la leyenda que una tormenta,  muchos años atrás, lo destruyó. Sólo quedaron  ruinas y una historia difícil de creer.  Nadie en el pueblo, hablaba del tema ni se levantó otro faro.

 

Una noche en que varias lanchas salieron a pescar,  alguien divisó nuevamente el faro. Allí estaba. Surgiendo desde no se qué mundo.  La visión duro menos de una hora, muchos la vimos. De pronto desapareció y  volvió ser una costa brava y vacía.

El comentario de lo sucedido rodó por  las casas, bares y prostíbulos de la isla. Muchos no lo creyeron. Era imposible que un faro destruido ochenta y tantos  años atrás, apareciera de la nada, iluminando el horizonte y luego se esfumara ante los ojos azorados de los pescadores.

 

— ¡Que me cuelguen! Es imposible —dijo mi padre— ¿estabas sobrio?

La pregunta me molestó, en especial que retomara mi problema con el alcohol, era tema del pasado que yo quería olvidar.

    —No fui sólo yo, en las otras embarcaciones también lo vieron.

    —Bah… pavadas de pescadores supersticiosos— exclamo mi padre. Y se alejó moviendo la cabeza.

Semanas después,  todo fue olvidado. Nadie hablaba del tema, creo que se  encerraban  en la  ignorancia que motiva el miedo.

Yo no lo olvidé. Algo que no lograba explicar,  me llevaba a hablar  y preguntar sobre las antiguas tradiciones de la isla. Investigué  con los más viejos. Ellos recordaban relatos de su niñez. Hablaban de aparecidos y fantasmas  que relacionaban con el nombre de la isla y el faro, pero no lograban darle forma a las historias, ellas habían sido  cubiertas con un manto de silencio, que el temor borró de la mente de los aldeanos. 

 

Llegué a la mujer más vieja de la aldea, doña Encarnación.  

Tenía noventa y nueve años. No recordaba que había comido por la mañana, pero evocaba  con detalles la historia de la isla.

Su casa estaba en las afueras del pueblo, el abandono  hacía que los arbustos cubrieran la vivienda dándole un aspecto fantasmal. No me gustó el lugar. Quedé en la puerta sin animarme a llamar.  Ella se asomó, se acercó  y  me dijo en voz baja, al igual que un secreto:

— ¿Así que estás averiguando los misterios del faro?

Me sorprendí.

— ¿Cómo lo sabe?

—Tengo amigos que me cuentan todo lo que pasa en el caserío.

Me extrañó su respuesta. Me habían dicho que era  una mujer solitaria y sin amigos. Los vecinos se alejaban de ella, en realidad, no la querían. Abrió la puerta  e hizo un gesto para que la siga. El interior de su casa era muy humilde, apenas dos sillas y una mesa, a un costado una cocina a leña hacía humear una pava negra de hollín. Me invitó a sentarme.

—El faro desapareció hace muchos años —le dije—  pero hace algunas semanas salimos de pesca y lo vimos. Fuimos muchos.

—No me extraña —al decirlo me miró fijo— ¿Y vos que pensás?

—No sé. Lo vi y desde entonces no puedo dormir. Recordarlo me hace estremecer, me da miedo.

—Haces bien en tenerle miedo —mientras hablaba sus manos huesudas apoyadas sobre la mesa, doblaban un pañuelo—. Mi esposo murió en ese faro. Él  había dicho que algo secreto  lo habitaba. Todos sus amigos se rieron de él, los malditos habitantes del pueblo se burlaron por meses diciendo que era un embaucador, quiso demostrar que no mentía y una noche de luna llena fue al faro: nunca regresó.

Hizo silencio y me miró, ante el recuerdo su mirada cambió, se volvió dura, cargaba odio en ella.  Quedó en silencio unos minutos y luego prosiguió:

—Nada se supo de él, hasta llegaron a decir que se había ido del pueblo con otra mujer. Sé que eso es mentira. Él lo había dicho, en el faro había fuerzas oscuras.

Repetí como un tonto:

— ¿Fuerzas oscuras?

—Sí, vampiros.

Creí que la anciana deliraba. Hice un  gesto inconciente, que  puso en evidencia mis pensamientos, ya que en seguida dijo:

—No pienses que estoy loca muchacho, es  verdad, ellos me lo dijeron. Existen mundos  que desconoces, no te burles… ¿por qué creés que se llama la isla Usher? Ese nombre tiene que ver con lo sobrenatural y misterioso.

—No me burlo. Simplemente me sorprendo. Usted dice que ellos se lo dijeron ¿Quiénes son ellos?

—Los guardianes del faro.

A esta altura estaba seguro que la anciana no estaba en su juicio. Me puse de pie con intención de irme.

—No te vayas todavía, ellos me confiaron algo: el faro perteneció siempre a los vampiros. Luego de su destrucción, los guardianes protegen el lugar.  La visión regresará cada luna llena, hasta que sus antiguos dueños y los guardianes  luchen en una batalla final. Es mejor que no regreses al faro.

Salí de la casa con una extraña sensación, mezcla de miedo y descreimiento.

 

Ahora mismo pierdo el hilo de los recuerdos y me cuesta escribir sobre lo sucedido en aquellos días. Pero debo apurarme, mis fuerzas me abandonan.

 

La noche en que los pescadores  vimos la visión y cuando murió el esposo de Encarnación, había luna llena, algo que no sabía definir me decía que fuera al faro en la próxima luna.

 Aquí es donde mis pensamientos se confunden, no sé si regresé a la casa de la anciana o fue otra persona que me contó, que la desaparición del faro fue una guerra entre las fuerzas del bien y del mal.                                                                         

 

Una noche de luna llena me acerqué a la playa. Mi espera no fue en vano, el faro apareció, me dirigí a el.

Cargaba una mochila con  herramientas, entre ellas un arma y una linterna.

Sabía que el encantamiento duraba un corto tiempo, no sabía cuánto. Debía apurarme. La puerta estaba entreabierta. Subí  los peldaños. Doscientos cincuenta escalones me dejaron sin aire.

El gran foco estaba apagado. Caminé por el balcón que lo bordeaba, todo era silencio.  El mar lucia como una seda gris bajo la luz lunar. Un ruido me sobresaltó. Alguien subía la escalera. Me puse en guardia, la 22 en mi mano me daba seguridad.

— ¿Quién anda ahí? —pregunté temblando.

Dos hombres desconocidos aparecieron.  Sus ojos parecían centellar. No hablaban.  Los amenacé con mi arma. Rieron.

Uno de ellos me arrojó una cadena que traía en la mano. La esquivé.  Retrocedí.  Avanzaban mudos.  Me latían las sienes y el arma resbalaba en mis manos por la transpiración y el temblor.

— ¿Quienes son?

No respondían.

—No quiero disparar váyanse —seguían avanzando— ¡Voy a disparar!

Apreté el gatillo. El sonido  resonó en mi cabeza. Las balas penetraron en sus cuerpos y ni una gota de sangre brotó de las heridas.

Mi miedo ya era terror.

Sus risotadas sonaron  como un eco.

Mis piernas parecían de cartón, me costaba moverlas y ellos no hablaban, sólo reían.

El pánico nublaba mi vista, me sentía tan mal que no lograba moverme. Mi cabeza era un batallar de pensamientos y preguntas. ¿Quiénes eran esos tipos y por qué me había metido en semejante lio?

—Eres muy curioso muchacho —una voz a mis espaldas me hizo volver la cabeza. Una  hermosa mujer morena, vestida enteramente de negro me  miraba con burla.

Quedé entre ella y los hombres.

—¿Quiénes son ustedes?

—Los dueños del faro —respondió ella—  vas a morir por entrometido.

Se acercó. Su piel era blanca, transparente. Sus ojos emitían destellos rojos. El sólo mirarla me había paralizado.

Uno de los hombres me agarró por atrás sujetando mis brazos, me debatía  sin lograr soltarme. La mujer observaba el cielo, se movía inquieta, al fin pareció decidirse y bajó las escaleras. A lo lejos un rayo iluminó el cielo, inmediatamente el trueno sonó con furia. Los rayos se multiplicaron, la noche parecía estar iluminada por destellos de colores. Algo que no entendí los inquietó, me empujaron a la escalera. Bajé tambaleando con uno de ellos a mi espalda y otro delante.

Un ruido muy fuerte pareció mover las paredes, se miraron y bajaron rápidamente olvidándose de mí. Los truenos aturdían. El piso se abrió. Los escalones desaparecieron y me vi impulsado por una fuerza superior que me llevaba a través de las paredes. Lo último que vieron mis ojos fueron las llamas, cayendo del cielo.  Espadas rojas que salían de distintos ángulos  y caían en un mismo punto: el faro.

Todo desapareció, el fuego arrasó con los restos del faro, tierra humeante sin rastros de lo que allí sucedió. La furia dio paso una calma celestial, bajo una luna de seda.

Ni un miserable ladrillo, da testimonio de lo sucedido.”

 

No puedo seguir escribiendo. Me diluyo, mi esencia se pierde, no tengo más fuerzas. Mi período de espíritu errante ha terminado. Dejaré de ser un fantasma, para ser…no sé, no lo sé aún.

Se me ha dado este tiempo de gracia con una misión, dejar testimonio de lo sucedido aquella noche. Las fuerzas del bien y el mal, libraron una batalla. Una más, nadie dude que sus ejércitos están entre nosotros y la lucha sigue.”

 

Volví a guardar los planos y el manuscrito, temblaba, no sé si mi abuelo estaba loco o la historia es real, pero no puedo ocultar el temor que sacudió mi cuerpo. tal vez lo mejor será quemar todas las pruebas de semejante locura, porque eso debe haber sido, la locura de un viejo, nada más…

 

 

 

martes

Personajes.


 

 

 

Dejando que mi imaginación tomara vuelo, se me ocurrió pensar; ¿qué sucedería si los personajes de un cuento o una novela tomaran vida? Así nació este cuento que hoy les dejo:

 

 

PERSONAJES.

—No lo puedo creer… ¿Escuché bien…? —Era Claudia la que preguntaba  sorprendida.

Pedro con una voz temblorosa, respondió:

—Escuchamos bien, se va a deshacer de nosotros, le decía a sus amigos que había logrado su mejor historia  y sus más creíbles  personajes, que  el premio nacional de novela sería para él… tenemos que pensar algo para sobrevivir.

Claudia estaba a punto de llorar, se miraron en silencio, nada se les ocurría por más que intentaban imaginar  que hacer.

—¿Y si le ganamos de mano y  nos vamos sin que se dé cuenta?

—¿Irnos, adónde, nosotros vivimos en la computadora, no podemos salir de ella.

—Hay un momento en que duerme, en esas horas; desaparecemos —dijo Claudia.

—Jaja… me parece buena idea, pero  ¿adónde vamos? —Pedro buscaba soluciones pero no las encontraba.

Nuevamente hicieron silencio para pensar, fue Claudia la que propuso una idea.

—Él quiere terminar su novela y enviarla a la editorial para la impresión, eso sería nuestro final, antes que termine la novela  desaparecemos como una voluta de humo, o terminaremos en simples personajes de un libro que ni nombre tiene aún.

Pedro asintió y con preocupación exclamó:

—Si nos quedamos nos convertiremos en un titulo impreso, alguien comprará la novela, luego de leerla la archivará en un rincón e iremos muriendo  de tristeza y abandono —Pedro mordía las palabras con rabia —cómo puede hacernos semejante desprecio, él nos dio la vida.

Claudia con mayor ánimo le dijo:

—Si logramos salir de la historia, seguiremos existiendo en otro lugar, él, seguramente no va a poder recordar las escenas ni la historia completa, ellas se esfumarán con nosotros… se va a desesperar, y  si logramos desaparecer de sus ojos, viviremos en algún lugar secreto.

—Tendrá que inventar nuevos personajes, serán otras personas —Pedro preguntó—. ¿Dónde nos esconderemos?

—En la misma computadora, la pantalla tiene demasiados iconos y…… recorrerlos le va llevar tiempo y mientras busca en uno, nosotros saltamos a otro, no te olvides que no es muy diestro para manejar  los detalles de Word, se va a cansar recorriendo los archivos,  tendrá que comenzar otra novela se olvidara de Pedro y Claudia, mientras tanto invocaremos a las musas de la literatura, ellas nos ayudarán a darnos vida y salir de la pantalla y con su magia lograremos nuestro sueño…

—¡¡Seremos seres de verdad!! —

Rieron juntos y se abrazaron plenos de felicidad.

—Manos a la obra.

El museo

  EL MUSEO. Cuento. El problema del museo no era su vejez, era el abandono en que lo había sumido la desidia de sus últimos directores y l...